lunes, 7 de marzo de 2011

Se le acerca lentamente. Y lo besa. Dulce. Amable. Tierna. Suave. Ligera. Como un jazmín. Como ella. Coge los brazos que él tiene caídos y abandonados y se los pone alrededor del cuello. Y sigue besándolo. Ahora con más pasión. Él no se lo puede creer. Y se deja amar. Así, con una sonrisa. Una simple sonrisa. Ella se baja los tirantes del vestido y lo deja caer al suelo. Después salta por encima de él con sus zapatillas Adidas negras, altas, de boxeo, y se queda así, en bragas y sujetador y nada más. Con la espalda apoyada en los jazmines, sumergida en aquellas pequeñas florecitas, perdida en aquel perfueme, como una rosa deshojada con delicadeza en aquella mata por azar. Ella, perfumada de sí misma, con la piel oliendo aún mar, con los brazos fuertes, con unas piernas de músculos largos y bien dibujados y un estómago plano, ligeramente marcado por unos músculos educados que no se muestran en demasía. Toda ella natulareza, sana, como corresponde a una amante del surf. Es el momento de él, y poco después se hallan ya en mar abierto. Bajo la luna, entre hojas delicadas de jazmines abiertos, que juegan ahora con otra flor. Noche. Dibujar con una caricia los confines de lo que se siente. O intentarlo al menos. Y perderse entre su largo cabello ligeramente húmedo todavía. Y andar a tientas casi en aquel deseo sofocado, tímido, embarazoso, en aquel sentirse desnudar, descubrir  que se tiene miedo a atreverse. Pero tener ganas. Tantas. Y seguir adelante así, dejándose llevar por la corriente del placer.

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